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EL PAÍS visita el Centro de Confinamiento del Terrorismo, la megacárcel de máxima seguridad inaugurada hace un año por el presidente de El Salvador en plena guerra contra las pandillas
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Dentro del CECOT, la cárcel de pandilleros de Bukele
Seis reos en el interior de una celda del Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), en el municipio de Tecoluca (El Salvador), la noche del martes.Foto: GLADYS SERRANO | Vídeo: GLADYS SERRANO
Aquí nunca se hace de noche. Una luz artificial baña las celdas y el patio interior las 24 horas del día. Los presos duermen sobre la plancha metálica de unos camastros de hierro que llegan hasta el techo. Un circuito cerrado los contempla como un dios silencioso. Comen frijoles y arroz con las manos porque los tenedores y los cuchillos podrían convertirse en armas mortales. Se lavan el cuerpo y los dientes en unas pilas de piedra y hacen sus necesidades en dos retretes del fondo, a la vista. Salen a un enorme pasillo interno un máximo de 30 minutos al día, siempre con grilletes en los pies y las manos que los mantienen encorvados y sometidos mientras caminan por un cemento liso. Unos policías encapuchados y armados con fusiles los vigilan desde el techo. Todo huele a nuevo en las instalaciones, el tiempo todavía no les ha pasado por encima. Los reos practican calistenia varias veces a la semana, una serie de ejercicios con el propio peso corporal que los mantiene fibrosos. La mayor parte del tiempo permanecen a solas con sus pensamientos. Tienen a mano dos biblias por habitación, aunque no reciben ningún tipo de asistencia espiritual. A través de los barrotes se contemplan sus cabezas rapadas y sus caras tatuadas. Si quisieran escapar, tendrían que sortear cuatro muros de 60 centímetros de espesor y tres metros de alto, coronados por una alambrada de púas. El suelo de grava haría música con sus pasos. Nunca más conocerán el amor en libertad ni probablemente el sexo. No tienen derecho a llamadas ni visitas. Se han deslizado hacia un agujero negro, un no lugar eterno, frío y desangelado.
“Es imposible escapar. Estos psicópatas van a pasar la vida entera entre estas rejas”, dice el director de la prisión, un hombre fornido, de gafas, que no quiere revelar su nombre. El Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), la prisión de máxima seguridad de El Salvador, el Alcatraz de Centroamérica, abrió hace justo un año. A Nayib Bukele le brillan los ojos cuando habla de este lugar. El joven presidente ha fulminado en apenas 20 meses a las dos pandillas principales, la Mara Salvatrucha y el Barrio 18. Con un régimen de excepción que ha sacado el Ejército a las calles y ha suspendido libertades constitucionales, ha detenido a más de 70.000 personas. Ha encerrado a los jóvenes de barrios enteros en los que antes era imposible entrar sin jugarse la vida. El Gobierno ha publicitado el presidio con vídeos que parecen editados por Francis Ford Coppola. La sensación de realidad distópica que transmiten producen fascinación. Resultan incómodos de ver, pero a la vez no es fácil apartar la mirada.
Bukele se ha hecho inmensamente popular por esta política de mano dura, dentro y fuera de sus fronteras. El domingo arrasó en las elecciones presidenciales, con el 85% de los votos, que lo mantendrán en el poder otros cinco años. La oposición ha acabado convertida en cenizas. Los salvadoreños, aliviados tras décadas de violencia, le han dado el poder absoluto. Él se ha valido de esta notoriedad para perpetrar una deriva autoritaria con la que controla el poder judicial y las fuerzas armadas, que se multiplicarán por cinco en breve. Así, esta pequeña nación ha pasado de registrar la mayor tasa de homicidios del mundo a una de las más bajas de la región. Bukele ha prometido alcanzar los ratios de Canadá. La impenetrabilidad y la fastuosidad de esta cárcel hermética casan con la personalidad de un presidente con tendencia a la megalomanía.
Para acceder al Cecot se necesita sortear cuatro puestos colocados en amplias habitaciones de hormigón de aire desolado. Funcionarios con el rostro tapado y ánimo patibulario te cachean por todo el cuerpo. Te piden que coloques las manos en la nuca. Preguntan si tienes tatuajes. Los arcos de seguridad cuentan con rayos X que ponen a la vista los intestinos. El sonido de los cerrojos de las puertas de hierro suena contundente. Poco a poco una sensación de encierro aprieta la garganta. Hay ocho módulos con un número indeterminado de presos que las autoridades se niegan a precisar. La capacidad es de 40.000 personas. Nadie que haya entrado esposado ha vuelto a ver la luz del día. Solo un torrente de aire se cuela por una abertura en el techo a la que es imposible trepar por las paredes lisas. Tras las rejas se encuentran los presos más peligrosos del país. Sicarios con decenas de asesinatos a sus espaldas que cumplen condenas de 700 años.
Esta noche observan desde sus celdas como búhos. No se mueven, no pronuncian ninguna palabra. Se mantienen quietos, con los brazos cruzados. En silencio. Transmiten un aire fantasmagórico con sus cabezas rapadas y los uniformes blancos bien planchados. Les afeitan la cabeza cada cinco días. Casi todos la llevan tatuada. Se han escrito en tinta los nombres de sus pandillas, por si quedaba alguna duda de cuál era su forma de vida. Observan con una mirada penetrante, pero nada desafiante. No están acostumbrados a ver gente del exterior, vestida de calle. Su vida anodina se desenvuelve entre trajes negros de policías encapuchados que los arrastran del brazo como ganado. Afuera eran temibles, producían terror, ahora solo tienen un semblante triste.
Dentro del ‘Alcatraz’ de Bukele: “Es imposible escapar. Estos psicópatas van a pasar la vida entera entre estas rejas”
EL PAÍS visita el Centro de Confinamiento del Terrorismo, la megacárcel de máxima seguridad inaugurada hace un año por el presidente de El Salvador en plena guerra contra las pandillas